en Costa Rica y el Mundo!
Espéranos del 14 al 23 de marzo
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Caminamos bajo los albores de la física cuántica, que involucra más los interrogantes de la conciencia humana, abre las puertas para una reinterpretación axiológica de la vida y es usada sin contemplación por los avances de la tecnología. Esa física también es un homenaje a la incertidumbre de lo invisible, a ese aleatorio estado de las nanopartículas que genera los mayores misterios del grito del universo, los orígenes de la vida, la asombrosa autosemejanza de los fractales en la naturaleza y, lo más seductor, que la simple actitud de observar un rebelde electrón puede cambiar la trayectoria y el destino de una realidad. Lo anterior deja una perpetua reflexión sobre el fluir de la incertidumbre, la arquitectura de lo invisible y el poder de la observación, que depende ineluctablemente de la lentitud con que observemos nuestro interior y el entorno que nos abraza.
El siglo XXI es una pugna reiterativa entre velocidad y lentitud, dualidad ávida de ser indagada y explorada para encontrar el origen de muchos de los malestares que habitan la sociedad actual.
Afuera de la casa, cuando cerramos la puerta y sobre la calle caen con precaución los pasos cotidianos, se escucha un ruido ensordecedor producido por la rapidez de un mundo que necesita devorar grandes cantidades de energía no renovable, trozos inimaginables de naturaleza, obnubilar el tiempo con el marketing del futuro, recreando de hiperactividad el invadido presente y apabullando y fragmentando alevosamente la vulnerabilidad humana, prometiendo una supuesta estabilidad, confort y seguridad que nunca se termina de concretar en la certidumbre de lo prometido.
Pareciera que esa velocidad temeraria con que gira la modernidad está más cercana al vértigo que al sosiego que nos regala sin tanto ruido la brisa del atardecer.
La tecnología se convirtió en el ser omnipotente que avasalla e impone solo la participación virtual y utilitaria, que crece desmedidamente como propósito de su presencia. Paradójicamente, una célula que crece desmedida en el organismo produce cáncer. Las sociedades están dedicadas a correr, a perseguir con ahínco los supuestos beneficios de esta nueva revolución tecnológica que en breve digitalizará y transformará en un algoritmo el espíritu de las democracias participativas y los beneficios de una salud y educación que nos recuerda que somos humanos.
Irónicamente, en la lentitud están los más sutiles placeres, crece el alma de pertenecer, convive la armonía de sentir una caricia, se broncea el cuerpo de nostalgias y se da el tiempo para abrazar las causas más nobles. Sin embargo, seguimos de prisa, de la mano de la ansiedad, abrazados al desespero por triunfar, insensibles a la estrechez del horizonte y con publicitarios anuncios de una felicidad colectiva más cercana a la ebriedad virtual que al sosiego de un bosque vibrando con el canto de los pájaros.
De afuera no va a llegar ninguna alternativa, ni la política ni las sociedades van en camino de soluciones a las distopías de estos tiempos. Ahora se hace necesario el viaje al interior, a evidenciar que no somos un producto de tecnología, sino un soplo de luz, de fuego creativo que debe sondear e interrogar traumas, fobias, miedos, dependencias, adicciones y todo aquello que hemos heredado de generación en generación y que nos ata a una historia de conflictos, de carencias, de necesidades. Superar las emociones interiores nos da fuerza para replantearnos una vida con mayor congruencia natural.
En esta era de información e inmediatez, donde nos enteramos de todo, podemos saber de todo, pero no sentimos, ni queda atrapado en el espíritu ese saber. Es necesario invitar al cuerpo a sentir más que a procesar, a consultar más el silencio que el fantasmagórico Google, a caminar bajo la insondable y mágica incertidumbre de una vida que siempre impondrá, en complicidad con el diáfano universo y la promiscua frescura de una naturaleza ávida de eclipsar asombros y curiosidades humanas. Invitemos a la conciencia corporal, que agradece, que celebra con alta vibración el prodigio de existir, que nutre de alimentos frescos la fisonomía, que respira profundas quimeras, que guía a los ojos en las vivencias y laberintos del universo corpóreo, esa conciencia que se extiende al entorno de los árboles, de los diáfanos ríos, del movimiento ondeante de los océanos, que convoca el fluir natural de la energía, que desnuda el alma de la transformación personal. Esa conciencia corporal no es velocidad, información ni algorítmica, simplemente es la luz que lentamente va alumbrando el interior de la mágica presencia del despertar de la verdadera vida.
Que siga este Festival Puro Cuento, recordando que lo invisible tiene poder, como la vibración de las palabras, el encanto de una historia y la lentitud con que el lenguaje va invadiendo la imaginación al escuchar de boca en boca el poder impredecible de un cuento, que, como en la física cuántica, aleatoriamente nos puede cambiar el destino de nuestros sueños.
Diego Lasso
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