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2024 | Érase una vez…

Érase una vez… Había una vez… Hace mucho, mucho, mucho tiempo… En un lugar muy lejano… Cuenta la leyenda, cuentan, cuentan, cuentan… Cuando la palabra creó un cuerpo y le dio ligeros pies, firmes piernas, flexibles rodillas, un musculoso pecho como roble, nervudos brazos que terminan en manos que agarran, arañan, aprietan… y ese cuerpo empezó a correr sin rostro, por un mundo habitado por mariposas amarillas, libélulas, colibríes, búhos, quetzales, rodeados de selva, ríos, mares y montañas. 

Un día, vientos fuertes y sosegados en los sinuosos laberintos de esa mujer llamada tierra, despeinó e impregnó de oxígeno ese cuerpo sin rostro que se miraba en el espejo de esa femenina geografía eclipsada por sol y luna que guiaban su ruta sideral por el infinito universo de lo ineluctable. 

Ese cuerpo sin rostro fue creciendo en espíritu y alama e inició a dibujarse su propio rostro, con sonrisas, melodías e infantiles gestos para saludar el día a día a los prodigios de la lluvia, de la luz solar, del concierto de nubes, de los colores del atardecer, de las noches lacteadas de interminables estrellas, de las mareas que dejan caracoles en el íntimo ovario de la creación.

Esa noche, ese cuerpo con un rostro de naturales emociones, soñó con el Azul de los profundos océanos, con el Verde de mágicos bosques, con la Negra oquedad del planeta y con el extremo níveo de su presencia. Lunes más tarde, soles más allá y la Vía Láctea en espiral, ese cuerpo reconoció en su mano la capacidad de acariciar, de sentir entre sus dedos la ternura de las azucenas, la flexibilidad de los girasoles, la mágica primavera de las astromelias. 

Después, cuando Venus, Venus, Venus, apareció en el firmamento, ese cuerpo se embriagó de hierbabuena, albahaca, hinojo, canela, romero, lavanda, jengibre y de la promiscua multiplicación de semillas de sandía que le hacían cosquillas en sus manos ya diestras, mientras el rojo de ese fruto aromático y seductor se desvanecía con lentitud y agrado por el paladar de la fruta prohibida. 

Y llegó una tarde que ese cuerpo con alertados ojos, se trepó a una secoya a observar el horizonte de su existencia, y reconoció en una ceiba a ella, a ella, a ella, de trenza de arcoíris, de lunares terrenales cercanos a sus carnosos labios, trémulos pechos como melones, de amplias caderas como una cascada humedeciendo una erecta roca y de unos negros ojos que desafiaban distancias, nostalgias, y miraban como si el primer volcán erupcionara en sus pupilas. 

Los dos emprendieron otra ruta, la de los abrazos, la que los mezclaba, adhería, los dopaminaba, oxitocinaba como ramas a sus propios y rutilantes cuerpos. De allí nacieron más palabras, que parieron más cuerpos, que desafiaron el entorno y diseñaron poéticas del espacio, desnudas filosofías, geometrías del placer, arquitecturas de columpiarse sobre el abismo, el vacío, la ruptura. 

Un día, ajenos a la fotosíntesis, a la simbiogénesis, a la biomimética, a la ley de la gravedad, a la rosa de los vientos, al nitrógeno de la arrogancia, al dióxido de carbono del patriarcado, al metano sulfurosa del ego humano y a la suave brisa de esta historia… Fue secuestrada por las tinieblas de la ignorancia, por el cambio climático de la intolerancia, ese cuerpo primigenio, su ingenuidad, la belleza de su sensibilidad, el erotismo de su asombro, la desnudez de su humildad. 

Y esa tarde noche, nació la preocupación, el engaño a sí mismos, la codependencia a lo monótono, al reiterativo apego, al sedentarismo de su libertad, y su mundo se hizo: logarítmico, neurodesesperado, histéricamente desposeído, sin nada de originalidad en la desbordada ansiedad del narcicismo, en el Instagram. 

Ahora los llaman humanoides con sudadas manos adheridas al celular, sin rostro pero con Facebook, viven en la nube que compran en Google y en el sótano del insomnio virtual, indigestos o anoréxicos de gigabytes, palpando con sus dedos desgastados y sin vida, ese sol en los megapíxeles de las pantallas planas de sus móviles, nadan en océanos de internet, donde diseñan con el bobo marketing de la neófita inteligencia artificial, el camino de su propia soledad y realidad desesperada. 

Y si los ves, no les cuentes o leas esta cínica, canalla y truculenta historia. Apaga, apaga, apaga la luz y duerme, duerme, duerme. Y sueña e imagina con bondad a no despertarse, a seguir navegando por los caudalosos ríos de lo onírico, y a soñar con la más idónea, genuina y original de las palabras: LA SONRISA DE LOS NIÑOS. 

Diego Lasso

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