Leer un cuento es un acto solitario que te tira al sillón, al andén, a la cama. Y si es bueno no te deja respirar o te expulsa de la predecible vida cotidiana, montado en las escritas hojas de otros posibles mundos.
Leer un cuento es un acto arriesgado, como estar echado sobre el abismo de la hamaca y sentir esos desaforados párrafos que te desvisten una mujer que tensiona aún más el nudo del relato y por supuesto el nudo de la hamaca.
En ambos casos el cuento nos sustrae, nos golpea, nos empuja. ¡A donde no importa ¡ Lo decide en su intimidad el lector…
Si nos cuentan el cuento la historia cambia. Compartimos entre todos, la atención o la indiferencia, la mala cara de muchos y la risa del que escribe o la embriagues de las húmedas palabras con que nos baña de historias el narrador.
Narrar es un acto tan humano como cruel.
Hay frases rebeldes que no se domestican con la saliva. Hay gestos corporales, que no le dan luz a la palabra sino oscuridad. Hay atmosferas tan voluptuosas que el narrador se puede desvanecer o eréctilmente crecer y convocar con ímpetu y pasión todos los oídos del auditorio.
De ambas formas, leyendo o escuchando, si no te gusta tiras el cuento o no pagas la función. Y cumples con la única condición de leer o escuchar. Solo POR PLACER.
Escuchar un cuento, nos hace caer y hasta olvidarnos de nosotros mismos. Porque de ese cuento, partimos en otra piel, en otro cuerpo, en otro camino, en otra historia, en otra alegría, en otra angustia, en otra posibilidad.
En otras palabras podemos ser otros o muchos mientras escuchamos, mientras imaginamos, mientras nos ocultamos de nuestra propia sombra.
Hace pocos meses se fue a colgar la hamaca bajo los almendros de Macondo, el gran contador de historias, de cuentos y de geografías humanas. Ese Gabriel García Márquez que inspira este séptimo festival de San José Puro Cuento.
Ese Gabo, como le decían con cariño, que supo contarnos la gran novela de la vida.
Esa Cien años de Soledad que es una congestión de testigos cotidianos, vivos y muertos, como ese Prudencio Aguilar que se aburrió de tanta soledad en el más allá, que ignoró el soborno del cielo y se vino al más acá para hablar con José Arcadio.
Es que esa novela es un sentimiento agujereado que se derrama en los meandros de la familiaridad latinoamericana. Es una Biblia Vallenato, con su Génesis, su Éxodo, su Diluvio y su Apocalipsis de esa genealogía de Arcadios y Aurelianos que fundaron Macondo, que se arruino con las guerras de la independencia, que participo en 32 guerras civiles y todas las perdió, que sublevo a los trabajadores de la bananera y terminó en una masacre, que conquisto el poder sin proponérselo y no supo qué hacer con él y que se extinguió en la nostalgia de su grandeza, donde su último descendiente se pego un tiro atormentado de tanta soledad.
Una novela que se puede leer o escuchar, por el caprichoso placer de volver a sentir la geográfica voluptuosidad de Pilar Ternera; la atracción trágica y desnuda deRemedios la bella; el sentimiento maternal que domestica el azar y lo casual deÚrsula Iguarán; la pasión por la ciencia y su irremediable guerra, que componen el armamento del Coronel Aureliano Buendía; las 63 vueltas al mundo y ensimismada virilidad de José Arcadio. Sin olvidar al italiano Bruno Crespi que llevo el cine a Macondo.
Y a Rebeca; a “Meme”; a Petra; a Fernanda; a las Amarantas, una que muere virgen y la otra que tiene un hijo con cola de cerdo; y a esa Nigromanta, la negra de caderas de yegua y tetas de melones vivos, la amante del García Márquez literario; a todas esa mujeres que embriagan de vida, de risa, de ternura, de ironía; los pasos y páginas de una realidad que siempre supera la ficción… “y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra..”
De Gabo, los lectores o escuchas no quedamos impunes: dejamos en sus libros retazos de lo que somos y nos llevamos mariposas amarillas, deseamos su Cándida Eréndira y sufrimos con Ojos de perro azul la voraz infidelidad bajo los almendros, asistimos a los Funerales de su mamá grande y terminamos tomando chocolate para levitar sobre nuestra propia vida, y si queremos ser cronistas de su muerte anunciada, quedamos junto a Santiago Nasar salpicados de cagada de pájaros.
Y como si el realismo mágico fuera una prueba más de Melquíades y su alquimia, cuando naufragamos en el océano de sus novelas nos transformamos en:
El ahogado más hermoso del Mundo, el cuento que quizás ustedes o yo quiera vivir, sentir o contar.
Diego Lasso