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2017 | No se hable más

Cualquier ser vivo: respira, come, se reproduce y evacua lo que indigesta el espíritu. Se suma la risa y la capacidad humana de crear un lenguaje e inteligencia que hasta el día de hoy a eliminado el 58% de las demás especies.

Ante esta realidad las sociedades cuentan con un tumultuoso sector de especialistas que confunden el rábano con el banano, pero que saben distinguir con eficaz profesionalismo los pasos de una marca prestigiosa, de las huellas de un pie descalzo.
Cada día somos más expertos en todo y menos prácticos en el arte de vivir. Somos propensos a la complejidad y anémicos a la sencillez. Somos bipolares en la levedad y con trastornos de ansiedad en la obsolescencia. Pero siempre dispuesto a la queja sistemática y ante todo a promover el caos de las soluciones.
Tenemos hipotecado el bienestar, porvenir y éxito en cuotas mensuales a 30 años. No importa que en 5 años el agua no sea una hipoteca sino la grieta de la deshidratación humana. Y para festejarlos con la familia y con los amigos subimos las imágenes de nuestros logros a la red social que globaliza la privacidad de nuestra intimidad y la orfandad de nuestro sospechoso éxito.
Ahora estamos desnudos, a la intemperie de millones de cansados ojos que como autómatas nos cliquean su aprecio y virtual ternura.
Y cuando realmente desvestimos nuestros cuerpos al lado del mar… No tocamos fondo, ni sentimos la frescura del agua. Porque el selfie se puede salpicar por las gotas de una inoportuna ola.
Estamos adheridos más al celular que al ritmo cardiaco, más a la ubicación satelital, que al gratuito privilegio de ser bípedos. De la noche a la mañana dejamos de ser ciudadanos y nos convertimos en cibernautas.
Nuestra relación con el entorno, es virtual, mediática, googleolica. ¡Tocar o sentir! no hay tiempo. Miremos, tecleemos, enviemos.
Energéticamente somos unos spinning bajo techo, pedaleando para bajar calorías, mientras miramos los rollos de grasa del que está enfrente, la celulitis de la que está al lado y las nalgas postizas de la que está en primera fila orgullosa de su sintética voluptuosidad. Mientras el reggaetón a todo volumen estremece no de música, sino de decibeles el sudor de la moda deportiva.
¿Y las caminatas por el bosque, respirar naturaleza, sentir el sonido del agua recorriendo las sinuosidades del rio? … ¡Eso! ya me lo enviaron por wasap.
¿Y los árboles y los pájaros y el atardecer y la luna?? ¡Ah! Eso no lo he podido descargar en mi aiphone. Más tarde, igual es poco viral…
En pocos años hablar, será un verbo perdido en las búsquedas de Wikipedia.
La comunicación en estos años, no consiste en dialogar. Se estudia en una universidad y se ejerce verticalmente para mandar u obedecer semánticamente las señales laborales.
No es que seamos pesimistas en medio de la fractura en la Antártida, en medio de los osos polares sin hielo y sin vida, en medio de las jirafas sin cuello, en medio de las continentales islas de plástico en los océanos, en medio las cuatro horas de presa que se le restan diariamente a la vida en las autopistas de la modernidad, en medio de la ritalina que consumen los niños de hoy, en medio de las pastillas de prozac que prometen felicidad, en medio del bullying periodístico de cada día, en medio del muro, en medio de la xenofobia de nosotros mismos …
No es que seamos pesimistas. Simplemente a toda esa lista cliqueen: ¡Me Gusta! Como un acto de nuestra esmerada educación y cultura de estar informados de todo. Y filológicamente ser indiferentes a todo.
Quizás por lo poco que dijimos o por lo que no se ha dicho, y aún con más seriedad por lo que no debemos decir. Los invitamos a que no tomen sus bicicletas. Se pueden morir en el intento de pedalear por la calle.
Y más bien se suban a un bus, un tren y se lleguen al próximo Festival Internacional Puro Cuento, donde el optimismo es tan populista que a necesitado de un discurso como este, para regalar palabra e historias sin IVA, sin el 10% de servicio, sin el 20% para el muro, sin RTV, sin patente y sin factura electrónica.

Festival de Cuentos tan optimista que los ¡previenen! de usar bicicletas, de leer cuentos mientras conducen, de dialogar mientras chatean, de aplastar animales en las carreteras mientras esquivan la congestión de carros en sus GPS y ante todo de perder culturalmente su tiempo mientras viajan en el bus, porque en el tren no se escucha. Y oír oír oír a un narrador oral decir:

En los buses urbanos, suben y bajan preocupados e indispuestos rostros
que apresuran la puntualidad de la jornada.

En los buses urbanos, va colgando la pesadumbre cotidiana que ha perdido su puesto.

En los buses urbanos se apretujan, se dan codazos, se arañan se arrugan, se agreden, se quitan, se disminuyen, se escupen, se enredan y se frenan:

Los que sin Dios madrugan, los que van tarde, los que no ceden el puesto,
los que venden palabras milagrosas, chocolates, cepillos de dientes…
Los que muestran la hernia, la llaga y que, sin un riñón o pierna, creen merecer una moneda.

En los buses urbanos, todo es dolorosamente público. Se paga el viaje exacto de lo que somos en la semana.

Y se timbra un paradero antes de un Domingo con sol, para bajarnos manoseados por la muchedumbre urbana.

Diego Lasso

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